jueves, 24 de abril de 2008

El cazador cazado

Va de machito, aunque ni él mismo sabe por qué. Porque guapo, lo que se dice guapo, no es. Ingenioso, tampoco. Gracioso, pues... pues no. A veces payasete, pero no suele pasar de eso. No tiene un puesto de trabajo de esos con relumbrón, ni le sacan la alfombra roja en los restaurantes de moda cuando pasa por la puerta -porque claro, entrar, no entra nunca, que, pese a aparentarlo, no le llega la cartera para semejante dispendio-, ni tiene gusto a la hora de vestir y mucho menos encanto cuando llega el momento de desnudarse.

Entonces, ¿qué es lo que tiene el hombre cazador? Misterio. Misterio misterioso. Y no me refiero a la personalidad del susodicho, sino más bien a la respuesta para la pregunta que acabo de formular.

El hombre cazador es algo así como un macho ibérico venido a menos, que va por ahí comiéndose algún que otro rosco y, cuando ve que hay algo más allá del agujero, tira de la sarta de estupideces que aprendió en el criadero de seres-no-pensantes-de-género-masculino y empieza a soltar el rollo de "es que yo no tengo edad para comprometerme... es que somos muy jóvenes... es que hay que vivir la vida... es que ahora no nos podemos casar... es que debemos triunfar en nuestras carreras...", a lo que una está tentada de contestarle que sí, que efectivamente la que no tiene edad de comprometerse es servidora, pues aún sopla bastantes menos velas que él; que para joven, la moi, que él ya se acerca a décadas nada prodigiosas; que se vive mucho mejor la vida si no es al lado de un cenutrio de su estampa; que la primera que no quiere anillos en los dedos es la que suscribe, que no está por la labor de empezar a lavar calzoncillos tan pronto; y que la única que tiene carrera es la menda lerenda, que él aún sigue viviendo de la paga semanal que le dan papaíto y mamaíta, con la esperanza de que juegue a la lotería, se cumpla eso de que "todos los tontos tienen suerte", le toque el gordo y pueda por fin hacer las maletas y dejarles respirar. Ea.

Pero una se calla, mete primera y saca el pañuelo por la ventana, sin mocos ni lágrimas, en una despedida descafeinada, pues no merece otro final semejante vodevil.

Y de pronto, a los pocos meses la supuestamente agraviada, con peinado nuevo, nuevo tacón y quizá nuevo ligue colgado del brazo, se entera de que el hombre cazador ha caído en su propia trampa: se ha liado con una tetona de faldita mínima y muslamen apretao, la ha paseado en actitud irreverente, han retozado más de la cuenta y ahora la paga de papaíto y mamaíta -que dentro de poco serán los chaches- hay que repartirla entre tres.

Eso sí. De casarse nada. Que mamá dice que bautizos paga, pero bodas no. Y menos de penalty.

Bien mirado, en algo se sale con la suya el cazador cazado. Seguirá con el anular intacto. Del resto de los pilares que sustentaban su buena vida ya se despidió el día que se quedó sin condón y se fió de la mala pécora que ahora oye chillar en el paritorio.

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