lunes, 31 de marzo de 2008

El hombre gaseosa

Parece transparente. Se destapa y, de momento, tiene gas. Sube, y sube, y sube. Si no tienes cuidado, quizá hasta se salga de la botella, tanta es su energía inicial. En ocasiones, puede llegar a hacerte creer que es, incluso, chispeante. Esos primeros instantes los vive en su propia burbuja y te lleva hasta ella sin pedirte siquiera permiso. Te arrastra con ese torrente carbónico suyo que hasta parece natural.

Sin embargo, de pronto, sin venir a cuento, se desinfla. Las burbujas se van por donde vinieron, la botella se queda vacía y el líquido que había dentro, lejos de seguir siendo transparente, se va enturbiando como por encantamiento.

El mismo encantamiento que parecía tener este hombre gaseosa, la última de mis adquisiciones en este mercado de cenutrios del que soy, sin quererlo, clienta preferente.

El calificativo me lo sugirió Carmen una noche de desconcierto. Yo buscaba una explicación al parón de sus otrora insistentes llamadas, que le hicieron agobiarse solo, y ella sólo me respondió: "Nena, no busques razón alguna: este niño está en el pasillo de los hombres gaseosa... mucho ímpetu al principio, pero poca duración".

Y lo cierto es que C., como casi siempre, tenía razón. Porque la primera tarde -por suerte, no le llegué a oír roncar- las burbujas le duraron dos descorches. La segunda -quién iba a decirlo-, ni siquiera eso. Y yo que empezaba a buscar en el pasillo de los yogures, ilusa de mí, pensando que iba a estar mejor nutrida...

Claro, no contaba con que los yogures, a veces, te los venden caducados. Y, cuando se pasan de fecha, el calcio se convierte en gas carbónico. Y la gaseosa -oh, dolor-, dura lo que dura. O sea, asalto y medio.

Foto: Tintura, por Manel, en Flickr.

domingo, 30 de marzo de 2008

Los hombres de mi almohada

Mi almohada está desierta. Bueno, la mía, exactamente, no. Tiene mi cabeza encima y pesa un huevo -¿será por eso que la aguja de la báscula no cede ni de coña?-. Me refiero a la de al lado. La de al lado siempre está vacía. Vamos, que duermo sola. Y, como suelta la Keaton en Cuando menos te lo esperas, debe de ser que estoy empezando a asumir mi condición de single -que es como llaman ahora a los solterones... y suena muy fino, oyes-, porque ya me he acostumbrado a dormir en el medio de la cama. Nada de dormir en un ladito. Metro y medio de colchón de látex para mí solita. Con un par -de calcetines... que se me quedan los pies congeladitos-.

Pero no siempre ha sido así. La almohada de al lado, a veces, ha tenido ocupante. Alguno ha roncado. Otro, simplemente, ha pasado por allí, ha hecho lo que ha podido, se ha vestido y aquí paz y después gloria.

Y también están las almohadas de los contrarios, que alguna he frecuentado.

Y luego vienen los contrarios que han frecuentado mi almohadón, solo con su imagen -distorsionada casi siempre, por cierto, porque, como han demostrado en el Centro de Regulación Genómica de Barcelona, el amor es ciego y el enamoramiento, digo yo, más todavía-.

Hace tiempo que quiero escribir de todos ellos -sin que se note, porque luego se creen importantes y se vuelven más imbéciles todavía de lo que ya son-, entre otras cosas porque, según me dicen todas mis amigas -lo que confirma mis teorías y me absuelve del pecado del victimismo-, no conocen a nadie que sea capaz de atraer, como yo, a tan grande número de cenutrios en un radio de mil kilómetros a la redonda.

Pero ha sido Petrarca quien, con sus posts sobre sus mujeres, me ha dado el empujón definitivo.

Así que ahí van los míos. Los hombres de mi almohada.

Temblad, malditos...

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