miércoles, 6 de agosto de 2008

El hombre Scotch-Brite

No destaca por su belleza. Ni es lo que se dice un hombre dulce. No cuesta demasiado conseguir uno, porque siempre hay ofertas en el mercado.

Lo que ocurre es que una termina por sobreestimarlo. Crees que no habrá otra cosa en el universo capaz de quitarte la roña del alma más que él, y claro, lo sacralizas hasta el extremo de terminar por emplearlo tanto y con tanto empeño que, más que despegarte la suciedad, te acaba arrancando la piel del corazón a tiras.

Te gustaría poder apañarte con la bayeta, que es más suavecita, mucho más agradable al tacto, pero al final te rindes ante la evidencia del estropajo, contundente como él solo, y hasta haces tuyo aquello de "Scotch-Briteeeeeeeee... yo no puedo estar sin él...".

Y ahí tienes a tu hombre estropajo, áspero y rugoso, poco presto a las caricias y sólo útil si lo embadurnas de jabón, que te destroza la manicura francesa si no tomas la precaución de usar guantes y te raya las sartenes porque, sí, claro, quita muy bien los restos que se han quedado pegaditos por usar poco aceite, pero la limpieza tiene un precio, y con él el precio se mide en rayajos, y los rayajos del alma son como los de las sartenes, que, una vez hechos, pueden disimularse, pero siempre dejan su huella.

lunes, 26 de mayo de 2008

El polvo con derecho a amigo

El primer día que lo vi me pareció un gañán. En mi descargo diré que lo vi de lejos y con un jersey de cuello alto que parecía hecho para un pastor de ovejas del siglo XIX, sólo que sin zurrón. Le faltaba la boina para dar la imagen de un cateto en toda regla.

El segundo día me resultó un poco más interesante. No mucho, porque tenía voz y ademanes de jornalero desleído, pero a mí los hombres rústicos siempre me han atraído, pues supongo que en el fondo yo no soy ninguna señorita bien y, si protagonizase el cuento de la Cenicienta, nunca pasaría de fregotear y viajar en calabaza.

Unos días más tarde del primer día, el rústico reconvertido debió de insinuarse con una sugerente sonrisa, que me ponen, y de qué manera, pues dejé de fijarme en la voz y empecé a bajar la vista de la boca a la garganta y de ahí, a los pectorales, que imaginé modelados a golpe de tandas y tandas de abdominales.

Estuvimos a punto de caramelo unas cuantas veces, pero aquello no cuajó y yo terminé por echarme un novio más rústico y menos cachas que el susodicho, así que hubo que esperar algo así como año y medio -que fue lo que duró mi mayor pérdida de tiempo con nombre propio de varón- para consumar el primero de los pocos polvos que nos unen.

Porque desde entonces no nos une otra cosa. Ni una cena, ni una charla, ni un paseo, ni un cine, ni una copa. Qué va. Unos pocos polvos. Muy estimulantes, eso sí. Tanto, que ahora, cada vez que surge la idea de vernos, los dos vamos al grano: yo me depilo, él prepara los condones y yo le ayudo en la labor sin que se entere, no vaya a ser que, a la hora de la verdad, este polvo con derecho a amigo se convierta en un casi amigo sin derecho a nada. Pues, para qué engañarnos, aunque nos colguemos la etiqueta de amistad, ni de coña ha habido, ni habrá, otra cosa que no sea cama. Ni siquiera esmero por que al postre le preceda una buena cena.

Foto: fotograma de Lucía y el sexo, de Julio Medem.

jueves, 24 de abril de 2008

El cazador cazado

Va de machito, aunque ni él mismo sabe por qué. Porque guapo, lo que se dice guapo, no es. Ingenioso, tampoco. Gracioso, pues... pues no. A veces payasete, pero no suele pasar de eso. No tiene un puesto de trabajo de esos con relumbrón, ni le sacan la alfombra roja en los restaurantes de moda cuando pasa por la puerta -porque claro, entrar, no entra nunca, que, pese a aparentarlo, no le llega la cartera para semejante dispendio-, ni tiene gusto a la hora de vestir y mucho menos encanto cuando llega el momento de desnudarse.

Entonces, ¿qué es lo que tiene el hombre cazador? Misterio. Misterio misterioso. Y no me refiero a la personalidad del susodicho, sino más bien a la respuesta para la pregunta que acabo de formular.

El hombre cazador es algo así como un macho ibérico venido a menos, que va por ahí comiéndose algún que otro rosco y, cuando ve que hay algo más allá del agujero, tira de la sarta de estupideces que aprendió en el criadero de seres-no-pensantes-de-género-masculino y empieza a soltar el rollo de "es que yo no tengo edad para comprometerme... es que somos muy jóvenes... es que hay que vivir la vida... es que ahora no nos podemos casar... es que debemos triunfar en nuestras carreras...", a lo que una está tentada de contestarle que sí, que efectivamente la que no tiene edad de comprometerse es servidora, pues aún sopla bastantes menos velas que él; que para joven, la moi, que él ya se acerca a décadas nada prodigiosas; que se vive mucho mejor la vida si no es al lado de un cenutrio de su estampa; que la primera que no quiere anillos en los dedos es la que suscribe, que no está por la labor de empezar a lavar calzoncillos tan pronto; y que la única que tiene carrera es la menda lerenda, que él aún sigue viviendo de la paga semanal que le dan papaíto y mamaíta, con la esperanza de que juegue a la lotería, se cumpla eso de que "todos los tontos tienen suerte", le toque el gordo y pueda por fin hacer las maletas y dejarles respirar. Ea.

Pero una se calla, mete primera y saca el pañuelo por la ventana, sin mocos ni lágrimas, en una despedida descafeinada, pues no merece otro final semejante vodevil.

Y de pronto, a los pocos meses la supuestamente agraviada, con peinado nuevo, nuevo tacón y quizá nuevo ligue colgado del brazo, se entera de que el hombre cazador ha caído en su propia trampa: se ha liado con una tetona de faldita mínima y muslamen apretao, la ha paseado en actitud irreverente, han retozado más de la cuenta y ahora la paga de papaíto y mamaíta -que dentro de poco serán los chaches- hay que repartirla entre tres.

Eso sí. De casarse nada. Que mamá dice que bautizos paga, pero bodas no. Y menos de penalty.

Bien mirado, en algo se sale con la suya el cazador cazado. Seguirá con el anular intacto. Del resto de los pilares que sustentaban su buena vida ya se despidió el día que se quedó sin condón y se fió de la mala pécora que ahora oye chillar en el paritorio.

lunes, 31 de marzo de 2008

El hombre gaseosa

Parece transparente. Se destapa y, de momento, tiene gas. Sube, y sube, y sube. Si no tienes cuidado, quizá hasta se salga de la botella, tanta es su energía inicial. En ocasiones, puede llegar a hacerte creer que es, incluso, chispeante. Esos primeros instantes los vive en su propia burbuja y te lleva hasta ella sin pedirte siquiera permiso. Te arrastra con ese torrente carbónico suyo que hasta parece natural.

Sin embargo, de pronto, sin venir a cuento, se desinfla. Las burbujas se van por donde vinieron, la botella se queda vacía y el líquido que había dentro, lejos de seguir siendo transparente, se va enturbiando como por encantamiento.

El mismo encantamiento que parecía tener este hombre gaseosa, la última de mis adquisiciones en este mercado de cenutrios del que soy, sin quererlo, clienta preferente.

El calificativo me lo sugirió Carmen una noche de desconcierto. Yo buscaba una explicación al parón de sus otrora insistentes llamadas, que le hicieron agobiarse solo, y ella sólo me respondió: "Nena, no busques razón alguna: este niño está en el pasillo de los hombres gaseosa... mucho ímpetu al principio, pero poca duración".

Y lo cierto es que C., como casi siempre, tenía razón. Porque la primera tarde -por suerte, no le llegué a oír roncar- las burbujas le duraron dos descorches. La segunda -quién iba a decirlo-, ni siquiera eso. Y yo que empezaba a buscar en el pasillo de los yogures, ilusa de mí, pensando que iba a estar mejor nutrida...

Claro, no contaba con que los yogures, a veces, te los venden caducados. Y, cuando se pasan de fecha, el calcio se convierte en gas carbónico. Y la gaseosa -oh, dolor-, dura lo que dura. O sea, asalto y medio.

Foto: Tintura, por Manel, en Flickr.

domingo, 30 de marzo de 2008

Los hombres de mi almohada

Mi almohada está desierta. Bueno, la mía, exactamente, no. Tiene mi cabeza encima y pesa un huevo -¿será por eso que la aguja de la báscula no cede ni de coña?-. Me refiero a la de al lado. La de al lado siempre está vacía. Vamos, que duermo sola. Y, como suelta la Keaton en Cuando menos te lo esperas, debe de ser que estoy empezando a asumir mi condición de single -que es como llaman ahora a los solterones... y suena muy fino, oyes-, porque ya me he acostumbrado a dormir en el medio de la cama. Nada de dormir en un ladito. Metro y medio de colchón de látex para mí solita. Con un par -de calcetines... que se me quedan los pies congeladitos-.

Pero no siempre ha sido así. La almohada de al lado, a veces, ha tenido ocupante. Alguno ha roncado. Otro, simplemente, ha pasado por allí, ha hecho lo que ha podido, se ha vestido y aquí paz y después gloria.

Y también están las almohadas de los contrarios, que alguna he frecuentado.

Y luego vienen los contrarios que han frecuentado mi almohadón, solo con su imagen -distorsionada casi siempre, por cierto, porque, como han demostrado en el Centro de Regulación Genómica de Barcelona, el amor es ciego y el enamoramiento, digo yo, más todavía-.

Hace tiempo que quiero escribir de todos ellos -sin que se note, porque luego se creen importantes y se vuelven más imbéciles todavía de lo que ya son-, entre otras cosas porque, según me dicen todas mis amigas -lo que confirma mis teorías y me absuelve del pecado del victimismo-, no conocen a nadie que sea capaz de atraer, como yo, a tan grande número de cenutrios en un radio de mil kilómetros a la redonda.

Pero ha sido Petrarca quien, con sus posts sobre sus mujeres, me ha dado el empujón definitivo.

Así que ahí van los míos. Los hombres de mi almohada.

Temblad, malditos...

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