
Lo que ocurre es que una termina por sobreestimarlo. Crees que no habrá otra cosa en el universo capaz de quitarte la roña del alma más que él, y claro, lo sacralizas hasta el extremo de terminar por emplearlo tanto y con tanto empeño que, más que despegarte la suciedad, te acaba arrancando la piel del corazón a tiras.
Te gustaría poder apañarte con la bayeta, que es más suavecita, mucho más agradable al tacto, pero al final te rindes ante la evidencia del estropajo, contundente como él solo, y hasta haces tuyo aquello de "Scotch-Briteeeeeeeee... yo no puedo estar sin él...".
Y ahí tienes a tu hombre estropajo, áspero y rugoso, poco presto a las caricias y sólo útil si lo embadurnas de jabón, que te destroza la manicura francesa si no tomas la precaución de usar guantes y te raya las sartenes porque, sí, claro, quita muy bien los restos que se han quedado pegaditos por usar poco aceite, pero la limpieza tiene un precio, y con él el precio se mide en rayajos, y los rayajos del alma son como los de las sartenes, que, una vez hechos, pueden disimularse, pero siempre dejan su huella.