lunes, 26 de mayo de 2008

El polvo con derecho a amigo

El primer día que lo vi me pareció un gañán. En mi descargo diré que lo vi de lejos y con un jersey de cuello alto que parecía hecho para un pastor de ovejas del siglo XIX, sólo que sin zurrón. Le faltaba la boina para dar la imagen de un cateto en toda regla.

El segundo día me resultó un poco más interesante. No mucho, porque tenía voz y ademanes de jornalero desleído, pero a mí los hombres rústicos siempre me han atraído, pues supongo que en el fondo yo no soy ninguna señorita bien y, si protagonizase el cuento de la Cenicienta, nunca pasaría de fregotear y viajar en calabaza.

Unos días más tarde del primer día, el rústico reconvertido debió de insinuarse con una sugerente sonrisa, que me ponen, y de qué manera, pues dejé de fijarme en la voz y empecé a bajar la vista de la boca a la garganta y de ahí, a los pectorales, que imaginé modelados a golpe de tandas y tandas de abdominales.

Estuvimos a punto de caramelo unas cuantas veces, pero aquello no cuajó y yo terminé por echarme un novio más rústico y menos cachas que el susodicho, así que hubo que esperar algo así como año y medio -que fue lo que duró mi mayor pérdida de tiempo con nombre propio de varón- para consumar el primero de los pocos polvos que nos unen.

Porque desde entonces no nos une otra cosa. Ni una cena, ni una charla, ni un paseo, ni un cine, ni una copa. Qué va. Unos pocos polvos. Muy estimulantes, eso sí. Tanto, que ahora, cada vez que surge la idea de vernos, los dos vamos al grano: yo me depilo, él prepara los condones y yo le ayudo en la labor sin que se entere, no vaya a ser que, a la hora de la verdad, este polvo con derecho a amigo se convierta en un casi amigo sin derecho a nada. Pues, para qué engañarnos, aunque nos colguemos la etiqueta de amistad, ni de coña ha habido, ni habrá, otra cosa que no sea cama. Ni siquiera esmero por que al postre le preceda una buena cena.

Foto: fotograma de Lucía y el sexo, de Julio Medem.

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